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Lecturas de sabiduría: SOPA DE PIEDRAS.

Dicen que hace mucho mucho tiempo hubo una gran hambruna que golpeó fuertemente un sector de la población.

La gente era pobre y no tenían casi ni para comer. Un dia, un mendigo que hacía días que no comía, pasó por uno de los vecindarios. El estómago le hacía un ruido espantoso. Con cara de pena, llamó a la puerta de una de las casas.

-podrían darme un poco de comer porfavor, no he comido en varios días? -no tenemos comida! -dijeron los de la casa.

El mendigo lo intentó otra vez en algunas casas más, obteniendo el mismo resultado.

-Tengo que cambiar de actitud! Con esta actitud nadie me va a dar un plato de sopa caliente!-.

Entonces el mendigo llamó a otra casa, y cuando le abrieron, dijo a la señora que le abrió la puerta:

Buenas noches señora, pasaba por el barrio, y me preguntaba si podrían ayudarme ustedes a preparar una sopa riquísima con estas piedras que llevo en el saco.

-¿Estas piedras hacen sopa? –preguntó incrédula la mujer de la casa.

-Oh! La mejor sopa del mundo! Déjeme enseñárselo! Tiene usted agua y una olla grande?

La mujer cogió la olla más grande que tenía en la cocina y la llenó de agua.

–Con esta olla podremos dar sopa a todo el vecindario!- dijo el mendigo.

La mujer fue a decírselo a dos vecinas, y éstas a dos vecinas más. Pronto la cocina de la casa de la mujer se llenó de gente curiosa para probar la sopa hecha de agua y piedras.

Cuando el agua ya hacía un rato que hervía, el mendigo cogió una cuchara y la provó. -mmm… deliciosa! Quizá... mmm… solo le faltaría poner un par de patatas…

-Yo tengo patatas! –dijo una de las vecinas que estaba en la casa. Fue a por ellas y las metieron en la olla.

El mendigo volvió a probar la sopa: -estupenda! Quizás mejoraría con un par de cebollas!–

Y otro vecino trajo cebollas. Poco a poco, los vecinos del vecindario fueron aportando más y más cosas, y finalmente la olla estaba rebosando de ricos alimentos y desprendía un olor realmente apetitoso. Cuentan que hubo un plato de sopa para cada uno de los vecinos, incluso uno para el mendigo que, cuando hubo saciado su apetito, se fue del pueblo con la panza bien llena y una enorme sonrisa en sus labios.


 














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